sábado, 9 de octubre de 2010

Gorriona


a la música que dejás a tu paso…



Algo se va cuando dejás de mirarme,
una música, un crepitar de leños,
una mentira, gorriona preñada de sueños,
el leve miedo a enamorarme.


Algo dejás en mi casa, ¡magia!,
en mi cansada alma una duda,
ganas, en mi cama muda,
en los árboles de mi calle, alegría.


Algo se rompe cuando te veo ir,
se cae un castillo de naipes,
las hojas secas se dan a cubrir,
de color sepia todas mis tardes.


Cuando los dados caigan en suerte,
y te canses de hombres sin piel,
yo estaré esperando, loco por verte,
por cocinarte besos, y arrocito en miel.


…para que sepas…
…que esa boca en mía…

Ensayo sobre la vejez

dedicado a la Jime (con ´J´), que no te pago lo que te debo con un poema…





Fue fuerte verme al espejo después de diez años,

verte a vos, comiendo el pan con cicatrices,

recordar mi anhelo de hacerte dichosa,

saber que solo me queda mi éxito vacío,

mi soledad, mis noches de nada,

mi cuerpo que no desea, que se enfrió con la tarde.



Fue duro saber que no te conmovió mi poema,

que no corriste a buscarme a la estación,

que ya no nos queda París, ni las cartas,

ni las manos, ni Piázzola, ni el mar,

que tengo tan poco a que aferrarme,

y que con el tiempo se irá, crecerá,

y no quedaran razones, ni motivos.



Fue triste saber que hace tanto estoy solo,

que lo acepté, como se acepta la noche,

la vejez, la calvicie, el dolor y el cansancio,

que no te busco, que solo tengo reminiscencias,

muy parecidas a sueños, muy inverosímiles.



Fue inútil recordar todas las cosas que me enseñaron,

tus ojos y tu vientre jóvenes,

y que dudo mucho haberlas vivido,

pues habitan en la niebla de un ayer confuso.



Hoy solo vivo corriendo tras una pérfida meta,

con el afán enloquecido de quien perdió todo,

solo sonrío cuando mi hijo, tu hijo,

me devuelve una sonrisa, una brisa.



Una mañana desperté y no sentía los pies,

ese día empecé a trabajar más, a leer más,

a caminar más, a correr…

porque supe que ya no iba ningún lugar,

porque supe después de diez años,

que ya no ibas a volver...

Con letras las letras...

dedicado a Gustavo Scazzaro, un poeta


Una ausencia que lo llena todo,
Es fácil, subirse a un barco y dejarse llevar a Buenos Aires,
Esta no es una tragedia, es mi tragedia.
Y el visón de Nene, tirado en el barro,
No es el atardecer, sino “La tarde” de Daubigny,
Más el llanto de una sirena histérica,
Y pensar que nunca volviste de París,
Y que no te fui a despedir a Ezeiza,
Aunque no tuve la triste suerte de tu avión estrellado,
De perder la última razón por la cual vestir un traje,
También viviste en Italia?
Si, pero acá me pienso quedar,
Este es mi último exilio,
aunque esta ciudad no tenga un mar,
siquiera de barro, cuando menos de mentiras,
acá me pienso quedar,
aunque esta ciudad no tenga un padre,
pese a que los carnavales en Venecia son más míos,
acá siento las letras, y me vibra el cuerpo con su música,
me cobijan las leyendas de bandoleros, de guerrilleros sin patria,
como yo, que no se usar un arma,
que no se no extrañar a mi hijo,
que no se olvidar una mujer.
Acá me pienso quedar,
porque la tarde se puso triste,
y no hay más trenes a nuevos lugares,
y no hay más labios que me saquen de quicios.
Los domingos son duros, por la tarde, sobretodo,
pero yo escribo, y camino por los parques,
a veces hago el amor, a veces no se con quien,
y pinto con letras los cielos que Etienne Pierre Rouseau,
con letras las noches de Art Tatum,
con letras las letras de Prevert,
con letras las letras…

martes, 15 de junio de 2010

Lugares comunes

Una noche dije, “tal vez no vuelva a vivir nunca con mi hijo”, y una mujer respondió “bueno, pero no dramatices”… dedicado a esa idiota…


En el árido lugar que antes todo tenia palabras,
y ahora se amuebla de códigos, leyes y ambición,
en ese lugar estúpido que decidí ser,
que no tiene reproches, ni pasión,
donde las caricias son una técnica,
donde los besos son piedad,
En un lugar que puso púas en las fronteras,
que cerró las puertas a los fantasmas,
a los recuerdos, a los padres, a los miedos,
En este lugar lejos de todo lo que amo,
mi Facu, mi Neri, Lorena,
el Seba, mi Toto, Carito,
de kilómetros y vacíos y decepciones y errores,
Un lugar que en días nublados es invivible,
como un cementerio en un bosque europeo y medieval,
yo le podo los árboles, y le pulo las lápidas,
y le siembro jazmines y amapolas y siempre vivas,
y naranjos, y manzanos y ciruelos,
porque todavía espero…
porque cada veinte o treinta días
sale mi sol de ojos celestes,
y cueste lo que cueste,
yo sonrío, y vivo, y juego,
y todavía espero…
aunque se que hace treinta años que espero,
regresos que nunca ocurrieron,
o que llegaron mal y tarde,
pero espero en mi prisión de distancia,
en este lugar, que no es “mi último bosque”,
en el que haré con mis manos una cabaña,
de madera y piedra y luz,
y cortaré leña con mi hacha,
para cuando llegue la nieve,
y cocinaré mermeladas y licores,
y budines y noquis y pan,
y te guardaré mis libros y mis discos,
y las fotos y los cuadros,
y buscaré un perro, un gran perro, León,
y un gato llamado Emilio,
y pondré el cuadro del mar
que pintó tu madre,
del lugar donde la amé tantas noches,
y esa foto del Che,
en la que está viendo otro mundo,
y la música de la Cantilo y Charly,
y tu patineta y tu gomera,
y todos tus sueños, tus juguetes y tus juegos,
porque aún espero…


… porque aún espero que vuelvas…

viernes, 26 de marzo de 2010

A destiempo

a mi mousse de chocolate amargo…


No negocio mi tormenta,
por tu brisa,
ni tus prisas,
por mis cuarenta.

No permuto mi libertad,
por tus boinas y cadenas,
ni tus pechos de nena,
por mis noches de alta mar.

No cambio tu sístole,
por el de mis curanderas,
ni tu triste primavera,
por mi salvaje diástole.

No me place regalar mi paz,
por tu humor de niña mimada,
ni mi húmeda madrugada,
por las caricias que a veces das.

No comulgo con ruedas de molino,
ni me dejes perfumada la almohada,
no me vendas tu corazón inquilino,
de mocosa caprichosa enamorada.


“hacé tu camino de Santiago de Compostela, y a la vuelta buscame en el bar que me dejaste”

domingo, 14 de febrero de 2010

Desamparo





Dedicado a tía Mary, la mujer que más admiro...



Sabato dice que lo malo de emigrar es estar lejos del lugar en donde uno vivió su infancia.
La verdad no tengo ambiciones intelectuales, solo leo por distracción, por llenar las horas vacías de una vejez que decidió instalarse en mi cuerpo por mucho que me resistí. Mi oficio fue casi toda la vida la repostería, me dediqué a hacer tortas por encargo en una época en que las personas todavía tenían el paladar y la sutileza para apreciar un trabajo como el mío. Hoy las madres festejan los cumpleaños de sus hijos en Mc. Donald, y por torta ponen un alfajor cubierto de crema.
Luego de que falleció mi esposo, decidí no morirme con él y me puse a estudiar. Terminé la secundaria, y me recibí de técnico en óptica. Era la alumna más vieja, pero no la más aburrida de la clase.
Ahora que tuve que cerrar mi negocio solo me dedico a viajar con mis amigas, a cuidar a mis nietos y a hacer repaso de mi vida.
Fue larga, fue ardua, pero no puedo decir que no fui feliz, pagué cada rosa de mi jardín, cada media de mis hijos, cada metro de tierra de nuestra casa. Trabajamos muy duro, Hugo, mi marido y yo. Cuando él volvía de la fabrica de Pacheco se daba tiempo para ayudarme a decorar las tortas, y con los años fue una Doña Petrona. Por las tardes, le cebaba mates en el taller que montó en el garaje de nuestra casa para arreglar los autos de los vecinos y llevar unos pesos más al bolsillo.
Fuimos muy felices.
Pero no quiero hablar de mí.
Hace unos días me llegó un telegrama del ministerio de salud diciendo que Iván León Hewko había fallecido a los setenta y nueve años en el nosocomio en que estaba internado desde hacia más de veinte, y sentí el remordimiento de haberme cansado de él e intentar archivarlo en un pasado de la historia asiática en la que estuvo siempre atrapado, sin darle más ayuda que las visitas de rutina, y sus gastos.
Iván era mi hermano.

Iván se perdió el día que llego a Buenos Aires, y mi madre tardó años en encontrarlo. El intento, una vida, dejar de ser un niño perdido en el mundo, pero no lo logro. Como tampoco mi padre logró acabar la guerra que peleó en Ucrania, que trajo consigo hasta Barracas, se llevó al Borda, y de ahí a la tumba, rememorándola, peleándola en las trincheras de cada madrugada de frío, de cada noche de calor, de cada día que cerraba los ojos.
Pero esta, tampoco, es la historia de mi padre. Es la historia de Iván.
No la historia de su vida, sino de cómo llegó a la Argentina, de ese suceso que fijó su tiempo en mil novecientos cincuenta.

Mis padres emigraron de Ucrania después su anexión a la ex URSS, en plena hambruna que devastó la Europa del este. Papá era un soldado licenciado por las graves heridas que le afectaron entre otras cosas, la visión. Cuando volvió al pueblo de su infancia, como un inválido más de unas guerras incomprensibles, lo único que tenía era la promesa de casamiento de la bonita aldeana que fue mi madre.
Se casaron, siendo ella casi una niña, Vivieron en casa de mi abuela con los cuatro hermanos y seis hermanas de mi mamá. Al poco tiempo llegó Iván tan naturalmente como llega la primavera, y pese a lo difícil que era conseguir una papa para la sopa, nadie se escandalizo, por el contrario hubo alegría y esperanza en medio de una miseria atroz.
Para empeorar las cosas, en una de sus maratónicas borracheras, mi padre, tomó por el cuello al tabernero y lo degolló como a un becerro. De manera que tuvo que esconderse en los bosques y vivir la vida del fugitivo.
Fue entonces cuando decidieron emigrar a América.
Argentina era la promesa de abundancia, y el lugar en el que gente como mi papá podía lavar su pasado, pues nadie hacía preguntas. De modo que embarcaron en el puerto de Odessa en el Mar Negro, y luego de un periplo de cuatro meses llegaron extenuados, desnutridos y confusos a la Boca, para ser recibidos por Basilio, el mayor de los hermanos de mamá.
Pero Iván quedo al cuidado de su abuela y tías en Zhumbar, una aldea medieval oscura y supersticiosa
Más halla de los mitos del inmigrante que se hace rico en dos años vendiendo ´confeti´, mis padres no avanzaron fácilmente. Papá trabajaba en el puerto de changarín, mamá de empleada doméstica, y si bien ella ahorraba todo lo que podía, él, aunque no hallase jorilka en todo Buenos Aires, se las arreglaba con la ginebra y la caña, de manera que no era sencillo juntar el dinero para traer a mi hermano. Y a decir verdad, el inmigrante se acostumbra a todo, sufre, pero olvida. Yo había nacido al año de la llegada a la Argentina. Cuando cumplí los siete me enteré que tenía un hermano, pues nunca hablaron de él.
Luego de ocho años podían traer a su hijo.
Viajó con el menor de mis tíos Yuriy, desde Odessa en el Leopoldo II haciendo escala en varios puertos del mediterráneo. Al salir de Marruecos, el barco se declaró en cuarentena por tifus, de modo que el viaje se demoró cinco meses, en los que casi la mitad de los inmigrantes murieron a causa de la epidemia. Sus cuerpos eran arrojados la mar, sin muchos miramientos, ni mayores exequias.
Yuriy falleció una noche de septiembre consumido por la fiebre, de manera que Iván quedó abandonado al cuidado de quien se apiadase de él, solo y desamparado en un barco que tiraba muertos a diario, y viajaba directo al infierno.
La mañana del cuatro de diciembre el Leopoldo II atracaba en la Boca alrededor de las diez, de manera que mi madre despertó a las seis para estar temprano en el puerto
Cuando comprábamos el pan en el almacén, contó a sus vecinas que hoy llegaba su hijo desde Ucrania,
- pero Adelita, hoy no entra ningún barco – repuso el almacenero.
- si, si, el Leopoldo II, a eso de las diez…
- Adela, ese barco llegó anoche, y la mitad del pasaje murió de tifus en el atlántico – respondió con la cara desencajada…
Mamá quedó dura, herida de muerte, apretando mi mano hasta lastimarme. Cuando reaccionó, tiró la bolsa de mandados, el pan, y corrió calle abajo desesperada, sin decir una palabra. Yo volví al conventillo con una vecina, almorcé con ella, y para la noche, mamá volvía, sin el hermano prometido.

Las maniobras para ingresar al puerto, el amarre, y los permisos para desembarcar el pasaje duraron casi todo el día.
Por la tarde un centenar de hombres, mujeres y niños harapientos eran revisados como ganado, clasificados, registrados, algunos dejados en libertad, otros retenidos por motivos médicos, políticos o simples arbitrariedades.
Muchos de los recién llegados aprovecharon la oportunidad de darse un nuevo nombre, y algunos funcionarios de aduana aprovecharon su buen nombre para hacerse de unos pesos extras, en coimas.
Iván quedó en cuarentena por desnutrición, parásitos, piojos y por el sencillo motivo de que nadie lo reclamó. No era algo nuevo, todos los días llegaban barcos con niños abandonados. Cuando su estado mejoró, lo trasladaron al orfanato de San Telmo. Allí aprendió a hablar español, leer, escribir, cálculo y la historia de la gloriosa nación a la que había llegado.
Tres años después cuando jugaba al fútbol con sus camaradas fue llamado por la celadora,
- Iván, la señora es tu mamá, hace años que te está buscando…
El niño recibió la noticia con el mismo entusiasmo que recibía la orden de ir a clases o de bañarse, y esa noche durmió a veinte cuadras de su cama con un grupo de desconocidos.

Pronto acompañó a papá en los trabajos de mula del puerto y en las noches de ginebra y violencia.
Tuvo siempre una actitud distante con todos, excepto con papá, y cuando este fue internado para ser sometido a tratamiento de electroshock, Iván huyó de casa y solo volvíamos a verlo las veces que mamá lo iba a buscar a la comisaría trayéndolo de una oreja entre sermones e insultos por las mismas veredas que noches atrás, él, había golpeado a cinco hombres a la vez. Pero huía de nuevo a la primera curda.
Con los años empeoró, siguiendo la pendiente de papá.
En cierta ocasión, siendo ya un hombre de más de cuarenta años, que vivía en las calles, y dormía en las plazas, lo traje con nosotros e intentamos ayudarlo con todos nuestros medios. Pero fue inútil. Huyó como siempre.
Luego lo internamos en el lugar que murió hace unos días.

Hay solo dos cosas suyas que tengo presentes, su silencio, impenetrable; jamás supimos que pensaba, o que sentía, nunca una sonrisa o una palabra. Y la otra, sus ojos azules, incrustados en una enorme y maciza cabeza rubia, con una mirada que buscaba el horizonte por encima de mi hombro. Tal vez nunca supo que buscaba, y solo era un niño perdido, desamparado.
Abandonado por su madre en una aldea del Caucazo, arrancado de su pueblo y llevado en un viaje que, muerto su tío, la única persona que le conocía y a quien él conocía en ese barco, llegó a un país extraño, cuyo idioma no entendía, sin documentos, sin familia, sin nadie que lo espere…
Al cumplir los veinte años le pregunté cual era su deseo,
- volver al bosque- me respondió…

Yo nací en este país, subí la dura cuesta de la miseria, crié cuatro hijos, enterré a mi hombre, enfrenté al cáncer, y ahora me voy a morir en mi tierra.
Iván nunca tuvo un lugar, siempre fue un niño perdido en un lugar extraño, su pequeña mente atormentada buscó el camino de regreso a los bosques y praderas de su infancia…
… quiera Dios que lo encuentre…

miércoles, 3 de febrero de 2010

Ex nihil...



No me queda tinta,
no queda el tintero,
no me quedan ganas,
no hay sosiego,
no me quedan fuerzas,
ni esperanza.
no me quedan risas,
ni utopías,
no quedan preguntas,
ni sabiduría,
no quedo un ¿por qué?,
ni un ¿cuando?,
no quedan palomas,
no quedan mensajes,
ni añoranzas,
no quedo la magia,
ni tus ojos,
no quedo el capricho,
ni tu boca,
no quedo un refugio,
ni la madrugada,
no quedo el vacío,
no quedo más nada,
no quedan tus frases
corrosivas,
no queda la huida,
no quedan los días,
no queda un mañana,
no quedo el ultraje,
ni la incertidumbre,
no hay más chocolate,
no quedo la lumbre,
no quedo el juego,
ni cruzar miradas,
no quedo tu humor
de niña mimada,
no quedan las horas,
ni beberlas juntos,
no queda un “juntos”,
no hubo un “juntos”,
no hay un “juntos”,
no habrá un “juntos”…

“… por las arrugas de mi voz se filtra la desolación de saber que estos son los últimos versos que te escribo…” Sabina.