domingo, 31 de enero de 2010

Bronca con los dedos en "V"

...a los ´estúpidos imberbes´ que no dejaron de soñar...


Bronca habrá sentido Evita,
cuando el avión tocaba tierra,
y en el aeropuerto ya la guerra,
iba desgarrando a sus ´grasitas´.

Furia, indignación después de ver,
cuando los estúpidos imberbes,
fueron despreciados por soñar,
y sanar las manos lastimadas,
por nuestro oxidado General.

Bronca por vender los ideales,
de octubre del cuarenta y cinco,
esos de Guevara, Ghandi, Cristo,
por una mansión en Anillaco.

Cuando ya la bronca va pasando,
y se va calmando este dolor,
hoy no les reprocho tanta sangre,
tanta corrupción, tanta traición,
solo les maldigo por robarme,
la esperanza de un mundo mejor.


27-06-06

sábado, 30 de enero de 2010

Que nadie lo sepa...



... al final no envejecimos juntos, pero envejecimos mucho...


No lo cuentes, no lo contaré,
que nadie sepa…
que calentamos la arena del mar,
que vimos amanecer juntos,
que escandalizamos a las viejas,
que nos escapamos del rebaño,
y de Dios, que no sepan…

Que nadie lo sepa…
que me regalabas rosas,
que me explorabas el cuerpo y el alma,
que soñamos con este hijo,
que soñamos…

Que nadie sepa…
que la lluvia nos encontró desnudos,
que caminábamos de la mano por el mar,
que amábamos los domingos por la mañana,
que fuimos amigos de verdad,
que mateamos tantas tardes,
que te escribí tantas cartas, tantas poesías,
tantas… tantas…

No deben saberlo, no deben…
que fuimos muy felices,
que nos amamos locamente,
que cada noche era una orgía,
que nos gustaba transgredir la vida,
tanto que terminó…

Que nadie lo sepa…
que te lastimé, que te engañé,
que me engañaste,
que te olvidaste de volver,
que te abandoné y me abandonaste.

No deben saberlo… no deben,
que estoy muriendo de a poco,
que sueño con tu cuerpo, que lo toco,
que es tu nombre el que más digo,
que me digo… que maldigo…

… la tarde que dejé de tejer tus caprichos…
…que nadie sepa que aún te amo…



9-6-04

jueves, 28 de enero de 2010

Los caminos de la libertad*

Dedicado a Maria Antonieta, por hacerme soñar...




En el pueblo de mi infancia los inviernos suelen ser muy fríos, y las tormentas pueden dar miedo. Vivir junto al mar tiene un poco de misterio, de aventura y una nostalgia que se pega a la piel como la sal en los días de verano. Pero sobre todas las cosas hay frió y cuando el verano termina, unas soledades de desierto.
Unos quince años después de haber terminado los estudios secundarios volví a visitar, no se bien a quien. Llegué un mediodía con mucho sol, de un junio bastante cruel. No tenia muchas personas a las que ver, y por una cuestión casi inconciente, de pronto estaba parado frente al colegio donde cursé mis estudios, y ahí es donde comienza la pequeña anécdota que voy a contar.


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Al verla pasar caminado por el patio con su pasito rápido y corto, sus libros contra el pecho, sus ojos azules, el pelo corto completamente blanco, pensé que era un sueño. Pero ella se detuvo, me miró incrédula, y se acercó,

- ¿Roberto?... ¡no puedo creer lo grande que estás!... ¡¿Cuántos años pasaron?!...


Y me abrazó como abrazan los maestros, sabiéndome todavía débil, inseguro, haciendo de cuenta que no veía a un hombre de treinta y cinco años con lagrimas en los ojos…

- quince años, o más…

- ya sos un hombre… ¡y qué hombre!...

- no esperaba encontrarla, profesora…

- Ana, ya no soy tu profesora. Y ¿Por qué no esperabas encontrarme?, estoy vieja pero todavía no me jubilo…

- es que me habían dicho… bueno, no se como decirlo… me dijeron que Ud. había fallecido…

- bueno, esa información es bastante inexacta, como verás… seguro que hay varios que están esperando que me muera, pero sigo siendo la directora de este colegio, y dando clases… Vení, ¿queres ver la escuela?, la ampliamos, se construyeron nuevas aulas, cambió mucho, hay muchos profesores nuevos…

Y comenzamos a caminar por los pasillos que me eran desconocidos, yo con una congoja de crio, y ella tomándome por el brazo como a un amigo de toda la vida.

- Tengo que decirle, Ana, que está hermosa, me parece que mucho más linda que la última vez que la vi, en la fiesta de graduación…

- ¿de verdad?... no estarás queriendo coquetear conmigo… mirá que me hiciste renegar, eras un rebelde… te peleaste con medio plantel de profesores, pero con las profesoras eras un dulce de leche… ¡atorrante!...

Llegamos a la sala de profesores, y me presento como si hubiese sido un alumno emérito. Eran casi todas caras desconocidas. Casi todas, pero al final de la sala estaba él, con una taza de café en la mano, en esa postura de macho porteño, vulgar y chauvinista, más parecido a un taxista que a un docente. Y de pronto recordé cuanto había odiado a ese hombre.
No fue mi profesor, en realidad no era profesor, aunque daba algunas materias. Era jefe de preceptores, de hecho no era nadie, un perdedor, un ignorante, un borracho. Lo único importante que hizo en su vida fue enamorar a Ana, una cordobesa con dos licenciaturas a los veinte pocos años, ingenua, que todo lo que sabia de los hombres era que llevaban un apéndice colgando entre las piernas, porque le pidio a su hermano menor que se lo mostrara cuando ya empezaba a ser una adolescente, y que eran autoritarios, bebedores, y padres de familia que amasan fortunas para permitirle a sus hijas hermosas que estudien filosofía, y poder sacarlas de la cárcel moviendo todas sus influencias y pateando las puertas de todos los despachos, porque su niñita estaba metida en una barricada entre subversivos, estudiantes y los mecánicos de SMATA, con una treinta y ocho en la mano, haciendo puntería a la cabeza de la guardia de infantería, en pleno “cordobaza”.
Esa era ella una hija de familia bien, padre senador y hacendado, que había estudiado filosofía, letras y pedagogía, que había metido la cabeza en quibombos grandes, de los que tuvo mucha suerte de sacarla entera, y de salir de la comisaría siendo todavía virgen. Pero claro, tocarle la nena al senador Geralnik era lo mismo que poner los huevos en una prensa.
La semana que pasó presa cambió su vida, se volvió más jodidamente rebelde, y se mandó la cagada de mirar a los ojos verdes de un conscripto alto, fuerte y hermoso, que la trataba como a una estatuilla de cristal, y en su inocencia, en su miedo, en su soledad de presidiario adolescente, escuchando como picaneaban a sus compañeros de facultad, tuvo la cobardía de enamorarse de ese muchacho que la cuidaba, más que vigilarla.
Ese era este hombre que tenía frente a mi extendiéndome la mano, quien todavía comía y bebía porque ella le dio trabajo, pese a que él se lo devolvía con borracheras, noches de cabaret, insultos y trompadas.
Y yo, cuando era un pibe tenia muy decidido matarlo y llevarme a esa mujer a vivir a otro país, si solo me contestaba una de las ciento treinta y cuatro cartas que dejaba en los bolsillos de sus abrigos, o entre sus libros. Tal vez de ahí me vino el hábito de escribir.

- Supe que sos un exitoso abogado, para nosotros es un gran orgullo que uno de nuestros alumnos haya llegado a ser ´alguien´…

Y juro que pese a mis treinta y cinco años, sentí esa nausea adolescente en el estomago, y estuve a punto de contestarle,

- ¿alguien que no vive de su mujer?...

Pero ya no era un rebelde.

- gracias, Eduardo, pero creo que exagera… soy un abogado más entre los cientos que hay en la ciudad.

- vamos, Roberto, sin modestias, que nadie daba dos pesos por vos…

- si, lo se, es Ud. muy amable en recordármelo, de todos modos, por lo menos, era un muchacho que estaba en la mente de todos…

- ¡eso si! jaja, sin duda, ¡que le sacaste canas verdes a tus maestros!...- dijo Ana para distender una situación que se comenzaba a poner incomoda.

Salimos de la sala de profesores, y me pidió que la acompañe a un aula, pues tenía que dar una clase, cuando llegamos, me dijo,

- ¿tenés que irte?

- la verdad, no tengo nada que hacer, ¿me permite estar en su clase?...

- si, pero te voy a hacer trabajar.

Entramos al salón y me presento como el Dr. Roberto Gera, un ex alumno de la escuela que estaba de visita, contó algunas anécdotas de las travesuras que solía hacer, como ¨ratearme” una semana seguida para ir a jugar torneos de pool con los borrachos de un bar, y encima ganarles y sacarles la plata. Cosa que me costó quince amonestaciones y una de las palizas más gratificante que me dio mi madre (gratificante para ella, era su sino).
Y luego dijo,

- el Dr. Gera, era un muchacho con mucho interés en esta materia, yo creí que iba a terminar siendo profesor de filosofía, lo cierto es que era a una de las pocas materias que le prestaba atención, y de no ser porque sus posiciones siempre eran muy radicales alguna vez lo hubiese aprobado…

- Eso es cierto profesora, siempre terminaba en los recuperatorios de diciembre cebándole mate…

- Nada de reproches. Bueno, ahora el Dr. nos va a hablar del filosofo que estamos estudiando, Jean Paúl Sastre, van a ver que explica todo muy sencillamente. Roberto explicanos eso que se llama la fenomenología, porque nos está dando problemas entenderlo…

La verdad, es que por no tener la costumbre de hablar frente a muchas personas, o porque todo lo que me estaba pasando traía mucha nostalgia, al querer hablar no se escuchó mi vos, y recién cuando logré relajarme, y poner mis pies sobre el Tratado de ontología fenomenológica, con las risas cómplices de los muchachitos y muchachitas de ese quinto año, comencé a deshilvanar a Sastre entrándole por Husserl. Hablé unos cuarenta minutos hasta que sonó el timbre y el aula estallo en un aplauso, entonces sentí tener que irme. Me gustaba eso.
Almorzamos en un pequeño restaurant frente al mar, y le conté en una apretada síntesis los años que pasaron tan de prisa, mi carrera, mi divorcio, mi trabajo, en el fondo eso era todo, trabajo, y vacío. Tomamos vino, me dijo que tenía que volver al colegio, pero que como ya no daba ninguna clase ese día se iba a permitir el exceso.

- Yo no quiero meterme en tu vida, pero creo, siempre creí que eras un muchacho muy sensible, con mucho humor, y con el don de la palabra, y hoy cuando te escuchaba hablar, me decía “¡cómo quisiera yo tener un profesor así!”… pienso que si dieses algunas materias te haría muy bien, y te podría ayudar a salir del encierro en el que vivís…

- puede ser…

- no me digas “puede ser” hago esto hace casi cuarenta años, y aunque a veces estoy cansada, si yo no tuviese mis chicos hace rato que…

Y ví en sus ojos un dolor que conocía. Tuve el impulso de besarla, pero solo tome sus pequeñas y arrugadas manos entre las mías, como queriendo darles calor, y me metí en el fondo azul de su angustia.

- Todavía tengo tus cartas… algunas eran muy efusivas… jajaja… yo me decía “por Dios, este muchachito tiene una tormenta hormonal”, pero me hacia muy feliz sentirme deseada, saberse mirada, me alegrabas la semana, y me reía mucho…

- vio como son los muchachos…

- si, pero vos fuiste especial, porque hay que tener valor para declararle un amor tan desbocado a tu profesora y directora, casada y con hijos, y tratar de convencerla de huir a otro país… jajaja…

Tomamos el café y la llevé hasta la escuela, cuando me tuve que despedir, apenas encontraba las palabras

- pensá en lo que te dije de dar clases, es muy gratificante… Todavía tengo los libros que me regalaste “Los caminos de la libertad”, y la dedicatoria estuvo mucho tiempo dándome vueltas por la cabeza, “Tomá el mazo de naipes, cortá. Si sale impar perdí, prometo no volver a escribir otra carta. Pero si sale par, deja toda esta mierda y nos escapamos a otro país. Te amo.”

- ¡que atrevido!, pero es que estaba locamente enamorado de Ud…

Y quise preguntarle porque nunca dejó a ese perdedor, porque lo soportó toda una vida, si era solo un cerdo que la avergonzaba frente a todos. Pero que derecho tenía yo que me había casado a los veinte, me había divorciado dos años después y hacia una década que estaba solo sin encontrar el valor de volver a intentarlo…

- hoy, si no fuera tan vieja, me iría con vos a otro país…

Me abrazó y se me escapo la debilidad,

- es que vivo tan lejos, tan solo… - no se si trataba de convencerla de que todavia era posible o de que nunca lo fué...

- “Tomá el mazo de naipes, cortá. Si sale impar, perdiste. Pero si sale par dejá todo, huí a otro lugar, buscá una mujer que te ame y ya no sigas llorando tu cobardía”.

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Desperté con la boca seca por el whisky y el tabaco de la noche anterior, con la cara hermosa de Ana mirándome desde muy lejos.
Ella murió hace algunos años, vivió toda su vida al lado de un hombre que solo la cuidó cuando estuvo presa, el resto de su matrimonio fué un ´via crucis´. Al año de su fallecimiento, su esposo murió de tristeza.
Me pregunté todo el día ¿cómo alguien puede ser tan estúpido de tener una mujer tan hermosa, tan inteligente, tan romantica, y no disfrutar cada mañana que se despierta a su lado, cada mirada, cada sonrisa, cada tarde, noche o mañana que la desnuda, cada palabra que sale de su boca, cada vez que se enoja... y luego morirse de pena?…


Fin.

* Me apena usar este título, pero en el se cierra todo lo que cuenta la historia

lunes, 18 de enero de 2010

Recuerdos de infancia


Dedicado a Flavia, nieta de guerreros…hija de nadie


1



Era un paraje solitario en el medio de la llanura amarillenta y eternamente castigada por los vientos.
Cuando por las tardes subía a la sierra podía ver el largo e interminable riel del ferrocarril, atravesando la llanura, como una cicatriz. De un lado pastizales cortos y tierra marrón, sin un árbol, ni una construcción, solo campo, hasta unirse con el cielo. Del otro lado, pegada a la vía, la estación; detrás y a cierta distancia, nuestra casa con sus dependencias: un galpón que hacia a su vez de establo para nuestros animales, el baño y un gallinero prolijamente cuidado.
Mi casa era tan parecida a la estación, con su techo a dos aguas, de sólida piedra, con sus altas ventanas, sus dinteles, su galería; como la estación lo era a todas las que construyeron los ingleses en su andar por el mundo, en la India o en Sudáfrica.
Echas para que duren muchos siglos.
En esa casa nací y crecí. En esa sierra veía pasar los trenes y las tardes intuyendo que había otro mundo por los libros de mi padre y por los rieles que anunciaban otros destinos.
Mi ´tata´ era el jefe de estación, el guardabarrera, el personal de maestranza, inclusive la autoridad civil y judicial de la zona. Y de ser necesario oficiaba como cura cuando había que sepultar algún muerto.
Pues, normalmente de tanto demorarlo esperando los Santos Oficios, de tanto asado, para pasar el tiempo, tanto vino, tanto mate, tanta guitarra y payada, tanto comadreo, el fiambre se comenzaba a cocinar solito en la sala de la estación, sin que se pudiese entrar por la hediondez dulzona de la muerte, y porque ya casi ninguno recordaba que eso era un velorio.
Entonces, al cabo de un par de días, en los cuales se habían engendrado dos o tres niños, para reemplazar al difunto. Se habían corrido unas cuadreras. Se habían trenzado los borrachos pendencieros, faca en la derecha y poncho enrollado en la izquierda, a modo de escudo. Luego de que se hubiese negociado alguna tropilla. Entonces, cuando el evento amenazaba en degenerar en fiesta popular y empalmarlo con las Natividades de Jesús.
Y cuando en el comadreo del fogón, algún desmadrado había pasado, sin escala, de la “luz mala”, al “familiar”, al “porá”, y siguiendo la línea del razonamiento se había ido a meter con los monstruos de hierro, y las ideas apocalípticas concomitantes, que por estás lejanías era el Ferrocarril Sud.
En ese momento, con el acordeón en las manos, herido en su positivismo, en su calidad de jefe de la estación y en su orgullo de agente del progreso. Mi padre interrumpía un jolgorio que amenazaba con perpetuarse:

- ¡Bueno, bueno!... ¡haber si nos dejamos de macaneo!, y enterramos al finado antes de que se lo acaben las cucarachas.

Y a falta de cura, o de alguien que supiese leer, ponía cara de circunstancia, digamos, la solemnidad de quien se las entiende con misterios trascendentales, quien matea con el Tata Dios, mientras la paisanada anda renegando con la vaca, el caballo y la bosta.
Sin mucho protocolo rumiábamos un Ave Maria, poco más que un murmullo confuso, que incluso podía creerse que lo rezábamos en latín.
En eso se estaba el día que llego a tiempo el cura, en un zulki desvencijado, con su barriga abultada como de hidropico, que en realidad era de bebedor fuerte, imbatible, también, en su capacidad de gula, con su cara colorada, su trabajosa respiración, sus mofletes siempre agitados, y una calva franciscana hecha por los años y el descuido, más que por la filiación monástica.
Y luego de echarnos encima toda la Cúpula Celeste, por brutos y sacrílegos, en su enroscado castellano con trazos de catalán y puteador empedernido, se quedo una semana cristianizando a sus bestias:

- ¡¿Pero que coños sois?!, bestias o cristianos que no sabéis el Ave Maria…- nos increpó por saludo.

Casó a los amancebados, bautizó a los críos para que no fueran consumidos a fuego y tormento en el infierno. Inclusive circuncido a un gaucho, de quien no se decían buenas cosas.
Fue una situación muy discutida, que pudo haber abierto una apología teológica, de no ser que todos éramos unos ignorantes, la noche en que se lo encontró agachado y con el instrumento del susodicho en la mano…

- ¡Pero hombre!, ¡que le estoy circuncidando!... ¿o no sabéis que es un Sacramento?- nos explicó el buen cura.

No lo sabíamos, pero de todos modos nadie quiso tomar un sacramento optativo y dudoso.
A la semana se despedía con lagrimas en los ojos, llevándose al paisano circunciso para hacerlo sacerdote.


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2


Fuera de los entierros, los cuales a mi infantil entender eran un suceso divertidísimo, no sucedían grandes cosas.
Excepto por la Navidad y mi cumpleaños, que si bien no tenían un difunto al cual espiar con mis camaradas de travesuras, o hincarle ramas en los ojos, de todos modos eran los momentos más bonitos pues mi padre siempre me sorprendía con regalos que en un principio me desconcertaban, pero que luego me mantenían fuera de la cotidiana rutina hasta una nueva sorpresa.
Así fue con mi yegua Sofía, el velocípedo, que muchos años después comencé a llamar bicicleta para evitar las carcajadas de mis pares; el telescopio, mi primer rifle, los muñecos de madera que no dejaban de caminar a menos que los derribara por la fuerza, y de todos modos seguían pataleando, y los libros, muchos libros.
Además de esto, el día a día se iba entre el tren que pasaba a las seis de la mañana, rumbo al sur. Hora en la que mi madre ya había preparado el café fuerte y amargo, que papá tomaba mientras se engominaba hacia arriba su frondoso bigote; ya calzadas las botas, los pantalones negros de franela, una casaca corta, sombrero de ala ancha, y su Máuser 1889 cargado, como si fuera a hacer la guerra, o a matar elefantes al África, con mucha elegancia.
Todo esto para recibir un tren que dejaba correo, alguna mercadería, escasas ocasiones un pasajero, y dos o tres veces al año para cargar granos o mayormente lana, que según palabras de mi padre era embarcado en puertos del sur para:

- cagar al gobierno…

Aunque yo no entendía esto ultimo, ni tampoco lo de puertos, ni embarques.
El segundo tren pasaba a las cinco de la tarde, hora, que en invierno está cayendo el sol, de modo que solo en verano veía el convoy desde la sierra.
Este nunca cargaba nada (algo tendría que ver con las palabras de mi tata), y se dirigía al norte, hacia Buenos Aires.
Con respecto al tren de la mañana nunca pude imaginarme donde se detenía. Pero de la ciudad al que iba el tren de la tarde sabía muchas cosas, sobretodo por los libros que leía.
Tenía entendido que era una ciudad muy grande y bonita, en la que había muchas casas todas juntas, sin campo de por medio; y en donde a las mujeres se les decía “damas”, las cuales usan unos vestidos enormes, y un esperpento de sombrero llamado “miriñaque”. A no ser que vendan velas o mazamorra, en cuyo caso no se les dice damas, sino “negras”, y llevan pañuelos en la cabeza.
Los hombres suelen ser muy elegantes, como mi padre, aunque tengo entendido que no llevan armas, y se pasan el día en la Estación Central, que se llama Cabildo, peleándose con el Rey, o Virrey, quien, parece ser, que se escapó con un cofre lleno de oro, a la ciudad de Córdoba, cuando llegaron los ingleses a poner el ferrocarril.
Pero, en todo caso, era el Rey, y dueño de todo. Además, decía mi padre, que todos los reyes hacen esto de cargarse con el oro y salir disparando.
Lo cierto es que se la pasaban entre guerras, ventas de mazamorras y velas, peleas en el Cabildo, declaraciones de independencia, y cosas parecidas, mientras sus mujeres, vestidas como payasos, no hacían otra cosa que pasear.
Extraña cosa, nunca entendí como podían vivir entre esos quehaceres sin que nadie se ocupe del ganado o de la labranza.
También sabía que al lado de la Estación Central estaba el puerto, con sus barcos y su mar. Que era como el bebedero de las vacas, pero mucho más grande, y los barcos unos inventos de papel, que el maestro echaba a andar hasta Europa… o hasta que se lo comía una vaca bruta, que no sabía nada de navegación, ni de geografía. Cuando muchos años después vi una fragata me decepcionó saber que no eran de papel.
Esto con respecto al tren que iba al norte.
Con respecto al otro, llegaba hasta el final del mundo, en donde había una ciudad y una cárcel, luego hielo y mar… “el continente blanco”

- Que todavía no ha sido conquistado por el hombre, pero que pronto lo será- decía el maestro.

La escuela funcionaba en el comedor de mi casa entre los libros, la chimenea siempre prendida, las armas, las idas y venidas de mi madre en sus tareas.
Éramos nueve alumnos alrededor de la mesa familiar escuchando extasiados unas vainas de “Jardines colgantes de Babilonia”, de “muros de Jericó caídos al toque de trompeta”, de los teoremas de un tal Tales y otro Pitágoras, de un muchacho que mataba gigantes a gomerazos, y de unos monos que se transformaban en hombres de a poquito, motivo por el cual los africanos, que nunca habíamos visto, eran negros. Cosa de la que ya comenzábamos a desconfiar.

- yo creo que tu tata está chiflado…- me dijo una tarde Miguel, mientras hacíamos puntería con mi carabina.

- yo también- respondí susurrando al oído, como si pudiese escucharnos en el medio de la pampa.

- si, pero que buenas historias cuenta- agregó Miguel.

Mi padre, también, era el maestro.


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3


Después de la clase cada uno volvía a su rancho, excepto cuando había tormenta o malón. No sabíamos muy bien de que se trataba. Pero en esos casos las clases se hacían más largas, mi madre se pasaba el día cocinando, y se improvisaban camas alrededor de la chimenea
La diferencia entre un malón y una tormenta era que en el primero no pasaba el tren, y podíamos quedarnos sin comida. En cuyo caso mi padre tenía decidido comerse primero los caballos, luego los perros, y si el asedio continuaba, también a los indios. Que según él, eran muy sabrosos, algo así como monos, pero más malos y salados.
En cambio, en una tormenta hay lluvia, truenos, granizo, rayos, y lo más peligroso era que uno viniese a dar sobre nuestra casa, para cuya eventualidad mi padre había trabajado arduamente, enterrando una lanza bajo la casa, la cual estaba conectada a otra en el techo. Una cosa de brujería.
Pero en los malones el peligro era ciertísimo, tal es así que se cargaban todas las armas, y mi tata pasaba la noche en la mecedora de la galería, con el máuser sobre las piernas.
Mamá preparaba café, sus dos Colt 45, y una carabina con la culata tallada en la que se veía una batalla entre indios y colonos.
Por la mañana ella dormía cerca de nosotros y papá nos despertaba para empezar la clase.
Los malones solían acabar después de que pasaba algún tren hacia el sur, cargado de soldados, fusiles y caballos.
A los dos o tres días volvían muy contentos, aunque a veces eran menos. Nos regalaban muchas cosas. Conversaban con papá, a veces discutían y seguían viaje.
Luego venían los papás de mis amigos y cada cual a su rancho.
Por algún motivo ellos tenían ranchos y yo casa.
Por otro lado, una tormenta acaba cuando el Tata Dios termina de baldear sus pisos.

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4


Siempre nos gustaron más los malones que las tormentas.
Ver a mamá vestir pantalones, botas, camisa, hacerse dos largas trenzas con su pelo rubio, llevar el cinto con balas y sus pistolas plateadas. Era como las heroínas de las películas que hoy veo en mi vejez, pero mucho más callada, con una mirada que podía calar en el fondo de las mientes, era la única persona que no tenía miedo, como si lo que sucedía no tuviese ningún misterio para ella.
Mi padre que solía ser excéntrico y hablador, se volvía serio y silencios. Lo cual me hacia pensar que algo malo sucedía.
Estaba acostumbrado a verlo con su acordeón, contando historias, o haciendo cosas de hechicería, como el jaleo de parar los rayos con un palo. Siempre con una sonrisa, y unos chistes, a veces socarrones.
De todos modos vivíamos una aventura de las más hermosas, por las armas, la parafernalia, y la expectativa. Aunque tuviésemos miedo de acabar por comernos los caballos…en todo caso no sería la primera vez.

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5


Sin embargo, un día el asunto empezó siendo un malón, después se desató una tormenta del demonio. Pasaron tres trenes hacia el sur, que no volvieron.
Y la tormenta cesó, pero el malón, no.
Durante el día, luego de la clase, jugábamos en el campo, sin alejarnos de la casa, pero al caer el sol, nuevamente nos encerrábamos.
Mi padre y mi madre estaban cada día más serios mirando siempre hacia el horizonte.
Las cosas empeoraron la noche en que despertamos por el disparo del máuser que hizo temblar la tierra.
Vimos desmontar a un gaucho harapiento, sucio y muerto de hambre, que traía la muerte dibujada en el rostro.
Mientras papá le cosía el hombro, que le habían abierto de un sablazo, él tomaba grapa, y comenzaba a soltar la lengua,

-¡esos milicos hijos de una gran puta han acabado con toda la peonada!...

Contaba que les hacían cavar las tumbas y luego los fusilaban al ladito, para ahorrarse trabajo, pues eran muchos los finados.

- ¿muchos?, ¿cuántos?

- no sé doña, pero mataron a todos los que conozco…a toda una tropilla…mataron a mi hermanito…un gurí de doce años…

Entonces, a este gaucho, uno de esos hombres duros, a quien tanto conocía, hombres que no sueltan una lágrima ni al enterrar a sus madres, le rodaban las lágrimas por las mejillas, mientras apretaba los dientes con ojos encendidos de fuego, violencia y dolor.

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6


En esos días escuché a mamá decir un rosario completito de puteadas, cosa que no solía suceder. Ni siquiera cuando vinieron los indios a casa y se quedaron a comer con nosotros.
Una noche que siempre recordé, porque uno de ellos, a quien faltaban tres dedos, extendiendo la mano, me dijo

- a tu tata le gusta comer indio…

Y todos se rieron cuando pregunté a cual nos comeríamos esa noche.
Luego, mi madre me contó que era hija de un cacique quien trabajaba haciendo malones, y de una irlandesa que sabia tejer, curar todas las enfermedades con yuyos, leer el futuro en las manos y en el fuego, y muchas otras cosas.
Estaba casada con un inglés muy rico que montaba trenes por toda América, y fue robada por los indios de su estancia en un malón.
Pero cuando su esposo fue a rescatarla, con los caballos, los soldados y los fusiles, después de hacer una carnicería entre la indiada, mi abuela, arrugada muy joven por la vida salvaje, con el poncho manchado de sangre, montada sobre un tordo y dirigiendo a la veintena de salvajes que habían sobrevivido y seguían dispuestos a jugarse la vida del último hombre, antes que los gringos se llevasen a la esposa de su cacique… le dijo al hombre que todavía era su marido, en un claro inglés victoriano,

- te me vas bien al carajo, tu y su Majestad la Reina, pues yo no volveré a vivir entre cerdos borrachos e impotentes, y si quieres, me matas aquí mismo, porque si no dejas libre a mi esposo y te vas de mis tierras, te arrancaré el cuero cabelludo, las orejas y se las despacharé a la Reina en obsequio, pues huevos no tienes, para que pueda cortárselos.
Dicen que el inglés se puso pálido, (ese fue el gesto más dramático de su fría vida británica) y ordenó a sus hombres dar la vuelta. A los dos días, el cacique, volvía a su tribu.
Esta historia me hizo entender muchas cosas.
Una, que el indio sin dedos era mi abuelo.
Y la otra, por qué mi padre que era tan valiente, tan sus ruidosas botas, su bigotazo, su Máuser, tan respetado por todos, nunca contradecía a mi madre cuando esta se enojaba, y me decía,

- venga hijo, ensille y vayamos a cazar, que su madre está en los días malos…

Es decir, que estaba enojada, aunque a mi me seguía sonriendo y mimando como siempre.


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7


Pero esa noche maldecía en castellano, inglés y lengua araucana, caminando de una punta a la otra de la galería con el rifle en la mano y los ojos llameantes.
Al voltear la cabeza me miró de frente, se detuvo y dijo a papá,

- si escondemos a este hombre ponemos en peligro a los niños…

- si lo dejamos ir se muere o le matan…

- bien- reflexionó- pero habrá que prepararse…

Por la noche llego una mujer con su guagua a horcajadas, la mirada fría, la boca seca, y la historia de que le habían matado al marido y tres hijos.
Y dos noches después aparecía, al despuntar el alba nuestro cura, con el caballo reventado por la travesía, acompañado del gauchito circunciso, que no pasó de monaguillo, gritando en un catalán colérico unas diatribas parecidas a las de mi madre, y contando los horrores que ya no sorprendían a nadie.
Al día siguiente, luego de haber conversado durante largo rato, subieron a la sierra los hombres con palas y picos, y volvieron dos horas más tarde trayendo varias cajas. En una había fusiles, en otras, balas, en la última, que era tratada con el cuidado de un bebé, unos tubos de madera, que el cura me enseño, diciendo,

- esto es dinamita, niño. Con una haces volar la casa, y con la caja haces volar la luna… ¿entiendes?... ¡coño!, pues entonces no toques, niño…

La tarde siguiente llegaron tres soldados y un indio. No me pareció extraño, estaba acostumbrado a ver pasar militares y aborígenes.
Mi padre salió a recibirlos, pero ellos sin desmontar, y con mucha prepotencia lo rodearon,

- estamos buscando un reo, usted lo habrá visto pasar, pues le venimos siguiendo y la huella nos trae hasta acá…- el salvaje era el baquiano.

- tienen que haber perdido el rastro, pues por acá no pasó nadie…

Se miraron entre ellos con desconfianza, y el sargento volvió a hablar,

- ¿quién está en la casa?

- mi mujer, mis hijos, y el cura del pueblo, que pasa unos días con nosotros…

El sargento hizo un movimiento de cabeza señalando la casa, y los tres enfilaron hacía ella. Mi padre tomó por el brazo al aborigen y lo miró sin decirle una palabra. Este se quedo parado en el lugar, y papá apresuró el paso detrás de los caballos.
Llegaron hasta la casa, desmontaron, ataron los animales a la baranda de la galería, y subieron la escalera, entrando como se lo hace a una pulpería, prepotentes y desconfiados.
El cura estaba sentado en una mecedora leyendo un libro, en el lado opuesto del comedor, mi madre lavaba y pelaba papas, los niños estábamos en mi habitación jugando o simulando que lo hacíamos.
Mamá, al ver llegar a los milicos, nos ordenó ir a jugar a la pieza y no salir por ningún motivo,

- Hijo confió en usted. Si yo disparo, luego lo hace usted. Al pecho y hasta que no quede ninguno en pie… ¡¿está claro!?...

- si mamá- respondí apretando mi carabina.

La mujer, el gaucho que había llegado herido, y el aprendiz de sacerdote, se habían escondido en el altillo. También estaban armados.
El cura cerró su libro al entrar los soldados, mi padre quedó parado en el umbral de la puerta, cuando uno de los soldados le puso una mano en el pecho para cortarle el paso.
Mamá siguió pelando las papas como si nadie hubiese llegado.
El sargento se le acercó por la espalda, lentamente, y comenzó a tocarle las piernas y los pechos, a respirarle en la nuca y a besarla.
Al ver la escena, papá, trató de empujar al soldado que lo detenía, pero este le propino un tremendo culatazo en la cara y mi tata cayó desplomado. En el mismo momento que el otro desenfunda y encañona al cura.
Yo sin saber si mi padre yacía muerto, pero viendo que sangraba a raudales, desarmado y sin haberse defendido. Y viendo al milico asqueroso que manoseaba a mi madre como a una puta, salí de la habitación dispuesto a matarlos, con la furia ciega de un muchachito de doce años que desconoce el peligro.
Todo sucedió en el mismo momento, el soldado que apuntaba al cura, al verme armado, gira su brazo decidido a dispararme. En ese momento la explosión de una escopeta me estremece. Al tiempo que lo veo volar y perder jirones de carne del torso, veo la sotana del sacerdote levantada y humeante el caño del arma que llevaba oculta.
Quedo paralizado de terror, sin poder moverme, sin poder disparar, atrapado en unos segundos que fueron los más lentos que viví.
El sargento se vuelve intentando desenfundar su pistola, pero mi madre que está a su espalda le toma la cabeza con una mano y con la otra le abre un surco en la garganta tan profundo y ancho que podría entrar una mano de canto.
Sin poder sostener la cabeza, y sujetándola desesperadamente con las dos manos, sin contener la catarata de sangre que se le escapa tan rápido como la vida, se tambalea, y cae empujado por la patada que el cura le surte en el pecho.
El tercer soldado, que había derribado a mi padre, y estaba parado junto a su cuerpo inconciente, trata de incorporarse, pero ya es muy tarde.
De un lado tiene el caño de una Colt en la sien, y del otro la escopeta recortada del párroco.
Deja su rifle lentamente en el piso, dibujando una sonrisa tensa y maligna.

- ¡puta!, nadie mata a un milico y lo cuenta – dice, al tiempo que escupe en la cara de mi madre.
- afuera – responde ella, fría, impasible, sin haber perdido la calma ni por un momento.

Y salen caminando, atrás la mujer que guía a punta de pistola.
Mientras mi padre se comienza a parar ayudado por el sacerdote, se escucha un disparo, y vuelve mi madre con el caño del arma respirando el humo de la pólvora, y limpiándose la sangre del rostro, con la expresión del cirujano al salir de la sala de operaciones luego de una rutina difícil pero exitosa.
Pasa junto a mi padre, se agacha levemente lo mira y le acaricia el cabello, pero viene directo hacia mi, con una expresión adusta, fría, rigurosa, quedan a su espalda los dos cuerpos en un lodazal de sangre, uno con un hueco enorme en el estomago, y el otro con la cabeza casi desprendida de los hombros.
Pero de pronto sonríe, y vuelvo a ver la mujer que conozco.
Me toma por los hombros,

- ¡hay Dios!, ¡qué hombres tengo!... uno se hace romper la cara, y el otro se me mea encima…

Y se ríe, y me abraza, y lloro, y me termino de mear…

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FIN

domingo, 17 de enero de 2010

Hotel mirador





“...yo tengo un hijo
fruto de amor,
de amor sin ley...
el hijo primero
después yo,
y después...
lo que sea...”



“La loba”, Alfonsina Storni.




Dedicado a Facundo, el norte de mi brújula...






1


El historiador judío Flavio Josefo cuenta que las tardes previas a las grandes batallas libradas por los Macabeos se veían en el cielo todo tipo de prodigios, caballos alados, serafines, demonios, y angeles, de todos modos, nadie dejaba de hacer sus preparativos de guerra; miraban al cielo y afilaban sus espadas.
El caso es que la tarde en que llegué al final de mi viaje, con el cuerpo hecho un calambre, barba, olor a güisqui barato y tabaco negro, con un bolso al hombro, un cuaderno ´de escribir la vida´, mal comido y peor dormido, me recibió el frío helado del lago Nahuel Huapi rodeado de montañas, soplando un viento diáfano desde el follaje de los interminables bosques de acacias... el cielo era tan extraño y misterioso como el de los libros de Josefo; se olía la irrealidad de los sueños y de las pesadillas; la estática de los segundos previos a la tormenta, “el extrañamiento”, la distancia con un mismo de esos momentos que se caminan al borde del abismo.
No había angeles ni demonios a la vista, y al otro día no iba a pelear con los griegos. Era mucho más simple, más pequeño y tonto que eso.
No hacia dos meses, mi mujer me plantó las valijas en el hall de la casa con un beso en cada mejilla, y desde entonces mi brújula giraba loca.
Pero al llegar con mi caterva de tristeza en esa “hora menguada de la tarde de mi vida” un sol irrespetuoso, un aire puro, una fuerza misteriosa me golpeaba la cara sin consideraciones, mostrándome su belleza de montañas, lagos y bosques habitados por dioses que no tienen problemas de mujeres...
Supe en ese momento y lo sé hoy, que el hueco de su ausencia me iba a doler siempre y me sentí estupido, ridículo.

De modo que comencé a buscar donde hospedarme. Necesitaba un buen baño y descansar. Tenía que ajustar mis gastos, pero no soportaba la idea de quedarme en un “hostel” o en un albergue de mochileros, no quería ver a nadie. No fue fácil dar con el lugar apropiado, pero, después mucho trajinar, cuando el sol comenzaba a ocultarse llegué a un viejísimo caserón de dos cuerpos que rezaba “Hotel Mirador”.

- está abandonado –pensé en voz alta,

Era una enorme construcción de tres pisos mirando al este, con un corredor de piedra en el medio bajando bruscamente hacia el lago, como toda aquella parte de la ciudad apoyada en la ladera de un cerro, rodeada de árboles, pintada de un rosa pálido, sucio y desgastado, con los goznes de las ventanas chillando, la maleza creciendo en el pequeño jardín... sus sótanos, sus altillos… un lugar “de miedo”...
En el mirador que daba al lago vi una anciana tejiendo. Respiré hondo, tomé valor y toque timbre. No sonó. Insistí, pero tampoco se escuchó nada. Golpeé la puerta con entusiasmo... nada... cargué mi mochila al hombro para salir del lugar, cuando a mis espaldas escuche una dulce y gastada vos

- joven, ¿busca hospedaje?...

Al voltear encontré los ojos azules de una anciana cenicienta, digna y hermosa.
¿Qué buscaba? Lo había olvidado hacia tiempo... pero una ducha y una cama, de momento eran suficientes.

- Sí, Doña, por unos días…

La anciana me recomendó no llevar gente a mi habitación por las noches y no hacer ruidos molestos

- porque acá, ya ve, somos gente decente...- dijo con una sonrisa picara.

- claro... yo no soy decente, pero soy muy silencioso- devolviendo el chiste.

El cuarto era de otra época, muebles viejos, colchón de resortes y estopa, pisos de madera, el baño, la grifería, todo hablaba de un pasado lujoso, el orden y limpieza eran exactos; la vista: increíble: la cúpula de la Catedral, la costanera, el Lago y como telón de fondo la Cordillera... por la módica suma de siete pesos el día.
Por fin tiré mi equipaje, me duché y salí a conocer la ciudad de San Carlos de Bariloche, santo patrono del chocolate.


2


Esa noche, al regresar, tuve el indicio de que algo no andaba del todo bien.
Era tarde, casi media noche, llevaba unas grapas de más y di tantas vueltas sin lograr encontrar el hotel que por un momento consideré la posibilidad de dormir en otro lugar y buscarlo por la mañana.
Estaba confundido y cansado, tanto que me acerque a un policía, para escuchar que no existía ningún hotel con ese nombre en la ciudad...

- oficial, le digo que si hay, que me hospedo en él, y no lo logro encontrar,

- ¿Usted estuvo tomando?

- si... ¡no!, bueno, gracias oficial, ya me arreglaré…

Seguí caminando y preguntando a las pocas personas que andaban a esa hora por la calle para recibir la misma respuesta. No era raro que luego de una borrachera escatológica acabase en Bariloche, sin equipaje y buscando un hotel fantasma que nadie había visto. Mascullaba esa posibilidad en los nubarrones de mi mente, cuando me cruce con dos muchachitas de rasgos mapuches, que me miraron con desconfianza...

- hola chicas, busco el “Hotel mirador”, una casona enorme que está sobre la calle Moreno... ¿la ubican?...

- si señor- respondió la más jovencita- pero ese lugar está cerrado hace años...

No me asombré; pensé que se guiaban por el aspecto, así que me ahorré las explicaciones y pedí que me indicaran el camino.
Además yo no era el único que me hospedaba, mientras me bañaba oí abrir y cerrar puertas, pasos y algunos decentes gemidos que no parecían de dolor.
Caminé con las dos jóvenes hasta llegar. Había pasado varias veces por la puerta sin lograr verlo; luego lo atribuí al cansancio, a los árboles, y a las grapas. Me despedí y esperé que se alejasen para entrar.
No se veía una ninguna luz... era muy tarde.

3


Los días siguientes fueron reparadores.
La primera mañana que desperté en ese lugar, no la olvido aunque pasaron muchos años.
Abrí los ojos teniendo frente a mí las montañas, el lago, la cúpula de la catedral, alrededor de la ventana un rosal blanco, los enormes pinos del hotel, las nubes eternas en las cimas de unos montes que hacían pensar en las leyendas aborígenes. Todo ese paisaje sobre mi cama, inundando la habitación, cobijándome con su majestuosidad; una entrada al paraíso... era Dios, en las montañas, en las nubes, abriendo las puertas de la catedral para compartir unas grapas, unas palabras y unas tristezas.
Y tal vez era cierto: “...no se puede ser torero, ni corsario sin tener un templo donde dar las gracias a Alguien por llevar, todavía, la vida a cuestas...”. Y aunque dudé cien veces de su existencia no pude dudar esa mañana, que Él estaba ahí, ahicito (como dirían en mi pueblo), a orillas del lago en ese edificio de piedra, con sus iconos de madera, su calor, su silencio, su alto campanario que se ve de lejos...
En mi convalecencia de corsario herido, en mi cama de hospital,, en uno de los pocos momentos de mi vida que no me sentí solo, un mundo mágico se metía en mi cuarto, con el orgullo, la fuerza y la indiferencia que solo tiene la belleza, la muerte y mi ex mujer, que son casi lo mismo.
Ciertamente hubiese preferido encerrarme entre paredes grises, ver caer la lluvia lentamente, saborear la amargura de la soledad, oír el silencio adormecedor, oler la humedad de este lugar, este hotel fantasma, al sur del mundo, y dejar pasar los días con desdén.
Pero la vida se jactaba de fregarme a la cara sus colores, sus misterios, su fuerza; mostrándome unos cerros que estaban ahí antes de que me pariese una mujer, y que seguirían ahí si yo tenía la bajeza de dejar el mundo, montañas hechas de piedra y no de carne tumefacta, débil y cobarde.

Miré, emborrache mis ojos, gocé como contemplando ese cuerpo desnudo que se desea, sin prisa... miré... y vi que estaba vivo... le sobrevivía a ella, al güisqui, a la cocaína y a la soledad. Y me alivie como después del martillazo en el dedo, después de que lo peor pasa, cuando el dolor comienza ceder.
Y entonces... ya que estaba vivo... ya que respiraba... llore...


4


Pase el día y los sucesivos conociendo la ciudad y durmiendo como no lo hacia desde guagua. Recobraba fuerzas, quedaron atrás las “mil noches en vela”, y ahora mi cuerpo se recuperaba en la seguridad y la complacencia de una mullida cama de hotel a luca seiscientos de kilómetros de casa, en una ciudad en donde la gente me saludaba por cortesía, pero en donde nadie me conocía, ni se preguntaba quien era yo.
Con el sol, que no falto ni un solo día, caminaba hasta que me dolían los pies, por la tarde me instalaba en algún café a leer o a escribir, y a la noche regresaba; a veces me tomaba unos tragos y otras leía para esperar un sueño que siempre, desde que recuerdo, tardo en venir.
Los días que estuve no me cruce con ningún otro pasajero, aunque por las noches se escuchaba el crujir de los pisos de madera y el chillido de las bisagras. Imaginaba que nadie quería ver, ni ser vistos por otros, para no romper el misterio de la soledad vivida en esa enorme casona...
Sucedió que una de esas noches estaba en la pequeña mesa escribiendo una carta, por cierto, una antología de lugares comunes del divorcio, cuando tuve la impresión de que me observaban al otro lado de la ventana; giré y no encontré a nadie. Continué escribiendo... pero al escuchar los tres golpecitos en el vidrio, la sangre se me helo en las venas y aunque no quise mirar ya no podía escribir.
Voltee sabiendo que no iba a encontrar a nadie, y así fue... me paré y haciendo acopio del poco valor que me quedaba abrí la puerta de mi habitación, me asomé a un corredor vacío, caminé hasta la puerta que comunicaba al patio trasero hacia el cual miraba mi ventana, escuchando el crujir de la madera bajo mis pies con el alma en vilo, lo recorrí iluminado por la luna, con un sudor helado en la espalda, girando la cabeza, sabiéndome observado, pero no encontré a nadie
Subí por el corredor hasta la calle, al pasar por debajo del mirador vi a la anciana tejiendo y casi en el mismo momento escuché su vos a mi espalda,

- hace frió, hijo, para andar paseando...

El mirador ya estaba vacío.
No lograba desentumecerme, escuchaba sus palabras desde muy lejos, invadido por una sensación de distancia;

- no me acostumbro a estar solo- dije, sin pensarlo,

- con el tiempo, uno se hace a todo... yo estoy sola desde que tengo memoria, y tengo mucha... y acá me ve...

- si, pero yo tenia...

- sé lo que tenia, y lo que perdió... es usted el que no sabe que aún tiene mucho más por perder... vaya a descansar, todavía está cansado... y luego siga su viaje...

- pero...

- y si alguna vez vuelve a caer, venga, acá no va a estar solo, yo siempre estoy tejiendo en ese mirador... y lo veo todo...
No comprendí lo que dijo, pero cuando quise hablarle ya no estaba ahí.
Volví a la habitación y me dije que si no me dormía en ese momento no lo iba a lograr hacer en toda la noche, ya no sentía miedo, estaba impresionado.
A la mañana siguiente me desperté con ganas volver al camino: “respirar y seguir”, es todo lo que se puede hacer en momentos como ese.
Al acercarme a la ventana desperezándome encontré una rosa blanca recién cortada. Abrí los vidrios y la tomé aspirando su suave aroma a cielo, aceptando la amistad que me regalaba una dulce y solitaria mujer con cientos de años.


5


Mientras escribo tengo frente a mí la rosa blanca... intacta... pasaron muchos años y no se marchitó.
Ese día el gesto de la anciana me lleno de ternura, con el tiempo me sorprendió que la rosa se mantuviese intacta, hoy lo entiendo:
“...si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces qué?...” dice Coleridge.
¿Entonces qué?...
¿Encontré a Dios tejiendo en el mirador de un hotel de Bariloche?
No es muy verosímil.
Pero algo quedó claro de ese viaje.


6


Esa noche para dar fin al luto comí ciervo ahumado, tomé un rico vino de Cafayate, de postre unos frutos rojos macerados en malbec (porque hoy día todo se hace con malbec, rúcula y parmesano... cultura palermitense, como le dicen), con helado y licor de casís; después fui a un pub, un sótano llamado “1978” en el que conocí a una hermosa uruguaya varios años mayor que yo, encantadora compañera de charla y güisqui, pero cuando nos comenzábamos a poner acaramelados, sin entender mucho el “porque” terminamos metidos en una “rosca” de la que saqué varios golpes... por suerte mi amiga tenia experiencia en trifulcas y se abría paso, botella en mano, cargando con mi maltrecha humanidad.
Nos echaron a las patadas en una mezcla de tumulto y risas desbocadas,

- ¡¡sos un Rambo a la hora de las piñas!!- se reía

Y llegamos hasta la puerta del hotel entre risas y besos

- ¿paras acá? –me preguntó escéptica,

- si, es barato y cómodo,

- pero ¿no está abandonado?, dicen que hay fantasmas,

- si, hay fantasmas, pero en mi habitación tengo una botella de Chivas... ¿venís?- lo cual también era mentira…

- por supuesto... veamos si peleas mejor en la cama...

Se quedo esa noche, y las siguientes.
A los tres días partimos rumbo a San Martín de los Andes por el Camino de los siete lagos, de mochileros.
Me despedí del paisaje con toda calma, lo quise fijar en mi memoria sintiendo que no lo volvería a ver; luego fui a entregar las llaves.
Toque el timbre que seguía sin sonar, nadie respondió, golpeé la puerta hasta aburrirme; esperé un rato pensando que la anciana habría salido de compras, pero mi compañera de viaje era bastante inquieta, de modo que le escribí una breve nota diciendo que le dejaba las llaves debajo de la maceta izquierda y agradecía la atención recibida; doblé el papel y lo metí en la ranura entre la puerta y el marco, cuidadosamente, dejando solo una pequeña punta asomada, para que no fuese a caer o a volarse.
Sentí no poder abrazarla... me despedí como el pasajero de la habitación catorce...


7


No fueron muchos los días que estuve en ese lugar, pero es extraño que lo haya sentido tan propio, sobretodo por el hecho de que padezco del vicio de odiar todos los lugares en los que me toca vivir...
Pero esa habitación tan vieja, solitaria, lejana, con entrada directa al cielo, con vista a esas montañas donde se escondieron los indios perseguidos por las legiones de la muerte del general Roca, y se transformaron en dioses, en bosques de piedra, en monstruos mitológicos y en fantasmas que extravían a los andinistas europeos en venganza; en este hotel con una vieja loca y misteriosa que teje en un mirador y dice que lo ve todo; en esta ciudad en la que regalan chocolate en las calles, y cuyas mujeres aman sin remilgos y viajan a través de cordilleras de a pie; en donde fui amigo de aventureros, perseguidos, parias y hombres que escapaban de su pasado... en cuyas avenidas yo podía escribir poesía, sin tener que ir a París, en donde las rosas no se marchitan nunca... ese lugar fue lo más parecido a la felicidad que conocí.
Una noche salí de viaje desde Buenos Aires, anduve por Tandil, Mar del Plata, amanecí una mañana en Rosario durmiendo en un cabaret de la calle San Martín... decidí en medio de una borrachera que iría a conocer la mitológica patagonia, me emborracharía, me pondría la treinta y ocho en la cien y me marcharía a buscar otra ciudad en la que tal vez pudiese, por fin, dormir.
Sin embargo, este lugar lo cambio todo, como dice Alejo “... hay actos que levantan muros, cipos, límites en una existencia...”, el día que me alojé en el Hotel Mirador, hice pie, toqué fondo, después de venir derrapando por años, y cambió mi perspectiva de la vida, se limpio mi horizonte.
Pero cuando quise dar por terminado mi viaje y elegir un lugar donde comenzar de nuevo, no pude elegir Bariloche, volví a Buenos Aires para estar cerca de mi hijo, o tal vez porque quiero guardar el mito de que hay una ciudad en el mundo en la que al llegar soy feliz… un refugio…
Lo cierto es que trabajaba en el micro centro porteño, de mozo, ya que no quise volver a la docencia, deseaba darle un giro a mi vida, buscaba cosas nuevas, además ganaba buen dinero.
Ahí conocí un muchacho del que me hice amigo, venia de vivir cuatro años en Bariloche. Un día charlábamos...

- es el lugar más hermoso que conocí – dije,

- si, pero caro,

- puede ser, aunque yo viajé con poca plata, buscando lugares baratos...

- ¿dónde paraste?

- en el Hotel mirador... en Moreno casi Freí...

- yo estuve un invierno en ese hotel, pero se llama “Los Andes”...

- no, “Los andes” está en la misma calle, este es otro, la casona rosada rodeada de...

- ¡¿no vas a decir que te quedaste ahí?! – me interrumpió incrédulo-

- si, ahí conocí a la uruguaya,

- ¿paraba en el hotel?

- no...

- pero no es posible, ese lugar está abandonado desde hace décadas, dicen cosas raras, de una vieja, y fantasmas, de gente que ha desaparecido en él...




8


Una mañana de abril, dos años después, estacionaba mi auto frente al controvertido hotel.
Había pasado mucho tiempo, y lo primero que recordé fue el agudo dolor que sentía en el pecho la última vez que había estado allí, y la pregunta que me hacia cada día: ¿cuándo se iba a ir?
Apagué el motor del auto y me quedé escuchando “Sueño con serpientes”, de Silvio Rodríguez, recordé la cura de sueño que hice en la habitación del borracho, y supe que ese dolor ya no estaba, que se fue muy lentamente, pero que un día, no recuerdo cuando, desapareció; me miré en el retrovisor, había cambiado mucho, comenzaba a asomarse la calva, y mi cara se arrugaba irremediablemente, pero estaba mejor; era un estudiante, calvo, de derecho; ya no fumaba, no tomaba, no olía a güisqui... y sobretodo: ya no amanecía triste y cansado.
Desperté a mi hijo, eran nuestras primeras vacaciones solos; apagué la música y busqué los abrigos.
Cuando estuvimos parados frente a la puerta vi la esquela que firmé dos años antes, las llaves estaban bajo la maceta izquierda.
Bajamos por el corredor, abrí las puertas que chillaron como antes, el cuarto se veía aseado y acogedor; me acerqué al ventanal con los ojos llenos de lagrimas, en un silencio como el que se guarda en un lugar sagrado...

- mirá papá...

al gira, sobre la cama encontramos otra rosa blanca, de las que son se marchitan.
Esta se la quedo mi hijo, la otra vive en mi biblioteca; las llaves decidimos dejarlas en el mismo lugar, por si algún día nos hacen falta... pero esta vez nos hospedamos en el “Hotel los Andes”.








Capítulo I



Primer capítulo de una futura novela


El sol llegaba a lo alto de la cúpula, y cuerpeaba con algunas nubes que presagiaban el aguacero. Una brisa suave acariciaba los pastizales secos de la pampa. Era un verano terco que había logrado agrietar el humus y matar el ganado por falta de pasturas.
A lo lejos, el estruendo de un arcabuz espanto una bandada de teros.
Desde su lugar, escondido en la frondosa copa de un ombú, el niño veía la escena. Abrazado a una rama, descalzo, jadeante, con la mugre de días, la cara sucia de mocos, lagrimas y barro. Sus ojitos celestes parpadearon atónitos ante la explosión del arma. Poco falto para que caiga de su guarida y sea descubierto.
Un infeliz trato de huir a su destino, pero del destino nadie escapa. Y fue alcanzado en la espalda por el plomo y el fuego, que lo lanzaron contra el suelo, abriéndole un hueco el tronco. Procuraba torpemente, juntar sus viseras, como si pudiese recomponerse. Al acercarse el mazorquero rogó,

- ¡no me deje así!, ¡máteme!...

Pero su verdugo lo miró con desprecio y contestó, dibujando una leve sonrisa,

- ¡que te coman los cuervos antes de que mueras!...

Detrás comenzó a aparecer la lúgubre procesión de gauchos barbudos, vestidos con harapos, algunos descalzos, otros con el uniforme del ejército de frontera, todos por igual abatidos. Ya sin ver el sol, con los hombros vencidos por el cansancio, el agotamiento, la derrota y la certeza de lo inevitable. Caminando lentamente con los ojos clavados en la tierra con la que se iban a mezclar.
Resignados, incapaces de resistencia, aceptando su suerte de perdedores, pues si hubiesen ganado la batalla, los que irían montados serían ellos, y sus enemigos los que caminarían a la muerte. Y todo sería distinto. ¿Lo sería?. Sin duda, pues el que va a morir piensa en “sus” hijos, no en los hijos del otro; en “su” hembra, no en la de su prójimo, y en su cuello.
Y el niño tiembla, al verlos acercarse.
Los hombres ya no caminan. Comienza la faena del degüello.
Un oficial da órdenes a los gritos con vos gruesa y ronca. Igual que su padre lo hacía en las tareas diarias de la estancia, en la yerra, la marca, la doma, parado con el látigo en la mano, con el que castigaba por igual a la bestia y al gaucho ladino,

- bestias que hablan, y a muy duras penas…

Solía decir Don Fabricio, el patrón, cuando al lado de su capataz dirigían la labor.
Y los hombres son arrodillados de a uno, a los golpes, con las manos atadas por la espalda, mientras un soldado sujeta del cabello inclinando la cabeza del condenado otro procede a serruchar la garganta. Y la operación dura segundos, es hecha con una destreza y velocidad que podría asombrar si no se tuviese en cuenta que son hombres diestros en el manejo del cuchillo.
Trabajan a la vez varios grupos de soldados para terminar la tarea lo más rápido posible. Uno de ellos, lo hace de un modo distinto. Usando un sable corvo inclinan al desgraciado, luego de arrodillarlo, baja el hachazo con fuerza brutal. La cabeza rueda por el piso, gritando todavía, del cuello sale un fuerte chorro de sangre por los latidos de un corazón desbocado, hasta que comienza a apagarse. Luego cae hacia delante, y viene el turno del siguiente.
El niño tiembla convulsivamente, llora sin hacer ruido, buscando incesantemente a un hombre entre la montonera que está siendo pasada a cuchillo.
De pronto lo ve, lo encuentra, logra ver a su padre, que es arrodillado a golpe de fusta, y patadas. Se acerca su momento. Pero del grupo, surge un revuelo. Mezcla de carcajadas, insultos y lamentos, y aparece corriendo uno con las manos atadas a la espalda y la cabeza colgando, como cuando se le retuerce el pescuezo a la gallina y se la suelta, para que salga corriendo, en un desesperado paroxismo, con la cabeza colgando sobre el pecho, hasta que se detiene y cae. Del mismo modo sucedía. Los vencedores no se privaban de esta diversión, de modo que le cortaron los tendones del cuello y lo empujaban al centro del corro para joder un rato.
El hombre de campo tiene pocas diversiones, menos aún el gaucho venido a soldado en una leva.
Pero entra un oficial con su caballo empujando a la soldadesca, y pistola en mano, derribó al gallinazo que dada sus últimas vueltas,

- ¡el próximo jo de puta que hagay esto lo estaqueo, pa que se le quiten las ganas de joder!... ¡muevan el culo, que quiero estar en el fortín antes que se ponga el sol!...

Impuesto el orden, la tarea se retomó con cierta seriedad, y ya le toca el turno a su padre, que en el tumulto, estaba nuevamente en pie. Es derribado por el de a caballo,
Y se le escucha gritar,

-¡así se matan bestias, no hombres!...

Pero se equivocaba, pues el nunca había estado en una guerra, pero en este país, en estos tiempos, los vencidos eran matados, y de ese modo.
A su lado, un gauchito joven, apenas más que un niño, llora sin escándalos, pero sin poder contener el raudal de lágrimas,

- ¡valor hombre!, más sufren las hembras cuando paren…

- no tengo miedo, señor,

- y entonces, ¿Por qué llorás?

- por mi caballo…

- ¿por tu caballo? –pregunta sorprendido este recio capataz de estancia,

- ¿Por qué otra cosa?, si era lo único que tenía…

Y el sable que no se conmueve por la carne joven, ni yerta, sigue su trabajo con el muchachito. Y en ese momento al apartar la vista del horror que se comente a su lado,
sus ojos se encuentran con los del niño a la distancia. Como un regalo del cielo, antes de partir ver por última vez a su hijo.
Aunque no está seguro, pues podía ser un mal espíritu que lo vine a atormentar, incluso en esta momento final. Pero, no. Los espíritus no lloran.
Llega su hora, y no quiere doblar la cervical, no porque tema, o porque el cuello quiera zafar del sablazo. No es eso, sino que quiere seguir viendo los ojitos celestes de su hijo, de su ángel, que lo vino a acompañar a lo último del camino…
¿Qué va a ser ahora de él? Sin madre, desde que nació en un mal parto, y ahora sin padre…

- ¡sosteneme a este mal parido! –grita un soldado a su compañero de armas.

Sujetado por el cabello, con ambas manos lo obligan inclinar la cabeza…y el niño ya no llora…y baja el hachazo, que no logra quebrar el fuerte cuello, y viene un segundo intento. Entonces el soldado que lo tenía por los pelos se queda con la cabeza en las manos, y la sangre sale en violentos chorros del tronco bañando al mazorquero. El cuerpo cae hacia delante, y el milico enfurecido arroja la cabeza al montón de despojos.
Y el niño ya no llora, nunca volverá a llorar…su alma se había secado…